Juan de J. Herrera G.
Cuando la juventud reta a grupos en proyecto de próxima hombría, aparecen desafíos ineludibles, presiones de grupo que terminan por embarcarnos en empresas de las cuales sacamos la mejor de las veces, moretones, reprimendas, castigos y marcas indelebles. Acaso dieciséis años sean proyecto de hombre pero, en otras épocas siendo tan distante la mayoría de edad, -21 años-, ser hombre tiene mapas con itinerarios a cumplir so penas de aparecer en lista de individuos sin garantía de masculinidad.
Calarcá tiene un sitio denominado EL MORRO, pequeña altura que descansa sobre un terraplén donde un cura medio loco, el padre Villa, hizo un estadio que por estar finalizando la calle de las palomas, a nadie se le ocurrió otro nombre y quedó Estadio "LAS PALOMAS", sobra decir que no había palomas pero si, muchos tominejos o colibríes, desde allí se divisa el pueblo y por siempre ha sido lugar turístico, calentadero de novios pobres y guardián de leyendas e historietas populares.
Estudiantes de la Escuela Girardot, barra de muchachos de antes, próximos a pasar al gran Colegio Robledo, nuestro corro para no decir pandilla, tenía aparte de fútbol, aguerridos muchachos que desafiaban peligros insondables tales como enfrentar fantasmas de arraigo popular.
Algunos, una tarde luego de recochar con balón prestado, oímos terrible historia contada por el viejo Pacho, cuidandero del Estadio: "En noches de viernes santo, exacto a media noche, desde el morro baja rodando un ataúd que llega hasta la mitad de la cancha y allí, se abre, salen llamaradas y azufradas nubosidades, producto de un muerto sin nombre que busca sosiego por haber sido enterrado fuera del cementerio".
Aquel cuento, con la visión hecha entre todos, fue reto para este equipo de guapos adolescentes, imberbes en tránsito de machos similares al berraco de la Tebaida, capaces de robarle poder al diablo, llevar la carta a García, en fin, dispuestos a todo por bueno, malo o aterrador que fuese.
La proximidad de Semana Santa, fue imán para enfrentar a semejante aparición, incapaz de derrotar a este puñado de valientes dueños de fuerza física y valor moral acrecentado por rezo de rosarios a granel, comunión mensual y obediencia en casa, factor determinante para ser enlistados en relación materna como niños buenos y por tanto, inmunes a cualquier espanto, por extraño o bestial que anduviese por estos lares.
¡Jaramillo!, presente; ¡Giraldo!, presente; ¡Gómez!, listo; ¡Herrera! Firmes; López, Camargo, Rojas y Rodríguez, todos sin falta, prestos a cualquier orden. Son las ocho, dijo nuestro líder, el más fuerte, por supuesto. ¡A las 11:30 de la noche iniciamos acercamiento al Estadio, por el lado de la cancha de básquet, nos apostamos bajo tribunas de sombra, construidas en guadua. Vamos en orden de estatura y esperamos, sin hablar una palabra, "cuando baje el catafalco; cuando se abra, gritamos en nombre de Dios y arrojamos frascos con agua bendita, eso será suficiente para acabar con esa pesadilla satánica y procurar descanso a esa alma que vive como el Judío errante cargando una pena inmerecida, pero, nosotros lo salvaremos de ese tormento! ¿Entendieron?" ¡Listo! contestó el coro.
Falta un cuarto de hora para media noche, colocados tal cual, sin el menor ruido, para no despertar a Pacho, iniciamos la vigilia, nuestra espera para esa batalla en contra del más allá alentados por la finalidad y especialmente, por los frascos de agua bendita que tenemos a mano y en estos momentos son nuestro poder, escudo invencible: Me siento cruzado de honor con yelmo, escudo y armadura capaz de derrotar a Satanás y su séquito ardiente. La luna perfila espectralmente el morro, sitio donde están nuestros ojos, el corazón y el alma. Desde mi puesto, respirando fuerte, escucho a otros, tragar saliva; al parecer, les falta aire porque hacen esfuerzo por llenar sus pulmones. Faltan diez minutos, Jaramillo en susurro entrecortado pregunta si nos encontramos bien. Imagino que en momentos viene desde arriba entre llamaradas infernales el ataúd hirviente, con sus quejidos fatales y en instantes caerá cerca a nosotros para acabar su periplo de nunca jamás, gracias a nuestra intervención asistida por ángeles y santos invocados interiormente.
Hormigueo en la cabeza, sudor frío, garganta seca, temblor en rodillas y la vista fija en ese morro que pronto tendrá fantasmal iluminación son parte mínima de sentimientos que afloran en este momento, sin contar el miedo juvenil fruto de mil cuentos de terror oídos en casa, contados por alguien digno de creer por sus convicciones religiosas. Creo estar al límite de tensión; el corazón revienta de adrenalina, alguien suelta un ¡ay!, tratando de encontrar quien secunde su lastimera voz, de nuevo, dice ¡ay! con mayor fuerza y otro dice, ¡no aguanto más! nos va a llevar el diablo, y sale corriendo hacia las gradas sin pensar en nuestro valor o en aquellas promesas machistas de defender los muertos de su agonía inocente. Sale uno, otro, y otro más, hasta cuando la tropa entera corre falda abajo como diciendo "patitas para que os quiero", cuando llegamos a la calle, recobramos respiración luego de tan largo rato al borde del colapso.
Una vez reunidos, ninguno acierta a romper el hielo que se formó cuando desertamos de nuestra empresa que nos haría machos de por vida y además, conformaría leyenda para contar. Cabizbajos, resignados, se oye tímida voz diciendo: muchachos con esas cosas no se puede jugar, ¿qué tal si el espanto nos masacra o coge a alguno de nosotros, qué vamos a decirle a los papás?, cada uno aporta su disculpa y trata de recobrar el valor destrozado. Jaramillo dice: Váyanse a casa, después hablamos... |