REFLEXIONES DE UN PELAGATOS
Por Libaniel Marulanda (libaniel@gmail.com)
LA BANDA MÚSICO MARCIAL DE CALARCÁ:
EL SUEÑO DE LEONARDO MARÍN Y LA CUALIFICACIÓN DEL RATAPLÁN TAN- TAN
Existen múltiples maneras de abordar el provincianismo, de calificarlo y sopesar cuánto tiene de bondad y cuánto de oscuridad.
Pertenezco a esa desventurada legión de calarqueños que con mucho esfuerzo apenas les alcanzó la vida y la
fortuna para remontar La Línea. En términos coloquiales, digamos que soy otro pelagatos.
Los pelagatos, sin embargo, podemos extraer belleza y sentimientos de manera instantánea,
por instinto, sin que medie mucha academia o mucho mundo. Ahí están, por ejemplo, los atardeceres
del Quindío: sólo basta pararnos en la veinticinco y girar la vista hacia la derecha, hacia
Armenia. ¿Y qué no decir de la contemplación de la mayor prueba de supervivencia de la vida
y la belleza, compendiada en las centenas de mujeres que convierten en pasarela esa misma
veinticinco?
A falta de temprano contacto con otras culturas, otras latitudes, indefensos ante una televisión que por
suerte o por desgracia sólo llegó a mediados de los cincuenta, los pelagatos desde nuestra infancia
aprendimos, además, a sacarle jugo a las cosas simples: los trompos, las cometas, las pompas de jabón. Y
de niños, el asombro nos envolvió en cuanto pudimos oír y ver el rataplán, rataplán, rataplán, taran
tan tan, taran tan tan de las bandas de guerra del colegio Robledo o de la Escuela Uribe. Luego
vinieron muchos cambios, aunque en lo esencial, lo económico, seguimos siendo pelagatos. Y de nuevo
llegaron los asombros: los secuenciadores y pianos que tocan solos, los computadores, la maravilla del
acceso a internet, las ultramodernas chuzadas estatales, los falsos positivos. Y en un mundo tan
cambiante, también le cantaron las cuarenta a las viejas bandas de guerra que alcanzaron su nivel de
obsolescencia a pesar de que se pretendió salvarlas a punta de eufemismos.
Calarcá, tiene otro motivo para sentirse una localidad donde la cultura es mucho más que una palabra para
halagar a los unos, los otros y los pelagatos: con la puesta en marcha del Encuentro Nacional de
Escritores, que la convierten en Ciudad literaria de Colombia (con
perdón de nuestro manoseado cacique), la infinita lista de reconocimientos, homenajes y premios a nuestros
dibujantes y caricaturistas, de Taller Dos, la supervivencia de uno que otro poeta valioso y el hecho
bienaventurado de tener la Banda Músico Marcial de Calarcá, tenemos razones suficientes para sacar pecho,
aunque nuestro presupuesto para la cultura tenga la flacura de un Gustavo Alberto Ospina.
La historia de esta banda show que domingo a domingo suele desfilar desde el colegio Robledo,
por la carrera 25, hasta que encuentra pared, está circundada por el arrojo, la constancia
y la visión acertada de un calarqueño, bachiller del Robledo y habitante del Barrio Veracruz: Leonardo
Marín Londoño.
Leonardo, superado el bachillerato, continuó con el corazón pegado a los tambores y las
cornetas y se entregó de patas y manos a la tarea de instruir las bandas de los colegios insignia
de su ciudad natal, el Robledo y el Instituto Calarcá. Pero contrario a la mayoría de sus
colegas, bien pronto sintió la necesidad vital de ir más allá, de superar la monotonía de las
marchas que en suma no superan la docena, que han estado presentes y hacen aún parte del repertorio
de las bandas tradicionales. Leonardo entendió la urgencia de cambiar el eterno formato y enriquecer
la sonoridad de las bandas con la vinculación de instrumentos e instrumentistas. Una fórmula
tan simple de plantear como difícil de ejecutar.
Pero como lo nuevo de entrada suele encontrar el rechazo de la generación precedente, Leonardo se dio con
la puerta de la indiferencia en las narices, cosa que al final tuvo su lado amable porque la ausencia de
estímulo institucional le permitió soñar, crecer y consolidar su proyecto en lo que es hoy: la Fundación
Musical Ciudad de Calarcá, con sus dos bandas, la Juvenil o Élite y la Infantil, cuyos miembros en total
son más de ciento cincuenta.
El sueño de Leonardo comenzó a caminar en el barrio Veracruz de Calarcá, donde aún reside, en medio de la
solidaria resignación de sus vecinos. En los primeros días del año 2003, apenas con diez personas, se
iniciaron los ensayos que debieron ser ensordecedores y deprimentes, habida cuenta de la condición de
primíparos de sus primeros integrantes, enfáticos en aporrear los cueros y hacer berrear los cobres.
Con todo, hacia mediados de ese 2003, ya los integrantes eran 40, y 60 al finalizar el año.
Para llegar a ese punto del proyecto fue necesario recurrir a toda suerte de actividades, como vender
tamales, hacer bailes, rifas de pollos fantasmas, colectas y más colectas.
Si consideramos que una tuba, esa inmensa corneta que se enrosca como serpiente al tórax del músico y
produce los bajos de una banda, puede valer catorce millones de pesos; un trombón de vara, ocho; y una
trompeta, tres; sin muchas vueltas podemos medir la abnegación, la capacidad de gestión y la desinteresada
entrega del maestro Leonardo Marín hacia esa institución que ha llegado a consolidarse como ejemplo en el
país y que fue invitada a participar en el Encuentro Mundial de Bandas Show realizado en Brasil en el año
2005.
Pero la importancia de la banda Músico Marcial de Calarcá no estriba en el valor de sus instrumentos.
Al contrario, son sus triunfos resonantes los que representan la importancia
de la agrupación. Y los triunfos han sido conseguidos porque el engranaje corresponde a una
propuesta novedosa, en donde alternan grupos coreográficos e instrumentistas cuyas edades
van desde los cinco a los veinticinco años de edad. No olvidemos que son dos bandas independientes:
una infantil y otra juvenil.
Asistir a un ensayo de la banda es una experiencia gratificante, aunque esté sobrecargada
de repetición y repetición. A una orden con tono castrense de Leonardo, comienza el despliegue
sonoro, siempre con unos golpes o llamados del tas-tas (esa bulliciosa cajita de madera que
maneja el timbalero). Se desgranan entonces las notas bien afinadas, sincrónicas, en un despliegue
de profesionalismo que de entrada conmueve y sorprende al más prevenido de los espectadores.
No en vano hablamos de seis años de intenso trabajo. Ante los oídos cruzan los porros colombianos,
la cumbia, el bambuco, la salsa, el merengue dominicano, el rock y el jazz.
Como es fácil suponerlo, Leonardo ya tiene tres sucesores en la banda. Dos trompetistas,
Andrés Felipe de 13 años y Juan Sebastián de 14, y una bailarina, Salomé, que tiene apenas
tres años y para quien la banda es su osito de peluche. Emociona escuchar a los hijos de este
calarqueño, quien cumplió 38 años el pasado 14 de junio, ensayar en una gradería del Polideportivo
un pasaje a dos voces de un porro de Lucho Bermúdez, con un sonido impecable.
Para ingresar a la banda no se necesita palanca ni tarjeta de recomendación de político
alguno. Los criterios de escogencia para nuevos integrantes son dos: talento y disciplina.
Leonardo Marín, con una sencillez que consigue volver aliado incondicional a quien le pregunta
por su obra, confiesa sin tapujos su empirismo y su método para que niños y jóvenes avancen
sin tropiezos. La clave está en saber delegar, dice. Cada grupo instrumental recibe de otro
integrante avanzado clases e instrucciones con la certera metodología surgida de la práctica
y la mística por la agrupación.
La colorida tropa que comanda Leonardo, armada hasta los dientes de alegría y amor por Calarcá, defendió su
bandera en el Polideportivo El Cacique de la Ciudad Literaria de Colombia, frente a un puñado de bandas
provenientes de otros sitios. Obtenido el primer premio, aquellos a quienes esta muchachada nos hace
vibrar el corazón al unísono con sus doce xilófonos, celebramos una vez más el triunfo de la cultura sobre
la barbarie, la supremacía de la paz de la música sobre el absurdo ruido de la guerra. |